Eran cerca
de las seis y treinta de la mañana. Un nuevo día se avecinaba, un día con sabor
a renovación rancia. Todo estaba en silencio, no había nadie a excepción de él
mismo.
La oficina
había perdido su aspecto de tal. Objetos de todo tipo llenaban la amplia
superficie de vidrio del escritorio: revistas, envolturas de
comida, volantes publicitarios que ofertaban todo tipo de cosas, botes llenos
de bolígrafos que no escribían, papeles con números anotados, cartulinas, planos
cuadriculados y extraños utensilios de medición.
El lugar en general, no distaba del mismo aspecto que el del escritorio. Las extensas repisas
metálicas estaban retacadas de libros y habían muebles que guardaban recuerdos
fríos. Olvidos.
Al lado del
escritorio se encontraba él en su catre, cubierto por cobijas empolvadas. No
recordaba cuándo había sido la última vez que las lavó.
Se levantó,
dobló las cobijas y reclinó el catre. Procedió a ducharse, para lo cual se
dirigió hacia el patio, en donde se observaba que en algún tiempo hubo césped.
Ahora solo había tierra árida que levantaba polvo con el menor viento y
generaba charcos de lodo con la menor de las lluvias. Se desnudó en medio de la
oscuridad fría y se untó un jabón sucio y agrietado. Luego procedió a tirarse agua encima con un pequeño plato desde un gran contenedor hasta finalizar.
Regresó al interior
a vestirse y a prepararse un café. Aquella cafetera era lo único en lo que se
había molestado en invertir desde que regresó a la ciudad meses atrás.
Ahí
residía, inmerso en esas cuatro paredes blancas que distaban mucho de lo que
cualquier persona llamaría hogar. Siempre se encontraba en ese extremo de lo que
llaman vivir al día. No tenía cuarto de ducha, cocina, ni un simple
refrigerador siquiera. Vivía así, con una cafetera, un escritorio y un catre.
No era consciente de que había
devaluado su propia existencia e investigaba los misterios mas allá del mundo
para convencerse a sí mismo de que aquel estilo de vida no resultaba una
molestia. Nunca encontró soluciones prácticas a los
problemas cotidianos. Un teórico inútil.
Solo la
vieja gloria de ser padre lo mantenía semi-cuerdo, anhelando jugar con sus
hijos nuevamente. Pero ya era muy tarde. El tiempo ya había hecho su obra y eventualmente
vieron lo que todos, salvo él, podían ver: un hombre socialmente inepto que
niega su problema de alcoholismo. Su auto indulgencia le había apartado del mundo.
A sus
sesenta años, su vida había resultado un desperdicio tomando en cuenta que su
intelecto superaba al de muchos. Al menos sus hábitos lo conservaban joven,
pensaba. Pero era dudable que eso le sirviera para algo, igual iba a morir
sólo. Únicamente prolongaba su vida sin sentido, con meditaciones y bebidas que
solo terminaban en las mismas reflexiones remachadas. Sin planes o con proyectos sin pies ni cabeza, ello era un patrón en su vida.
Solamente un
perro viejo, artrítico y pulgoso permanecía siempre fiel esperándolo en el
patio. Éste sabía que ambos se encontraban en la misma situación y compartían
igual destino.
Él, al
igual que su amo, se había resignado a permanecer estancado en la perpetuidad
del tiempo hasta el día de su muerte.